Artículo de "Argentina Days" - Propietario y Director: Santiago Manuel Lozano

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N ° 11/2006 - Año 7º

Buenos Aires, octubre 19 de 2006.-

Incurables adolescentes de los 70

Por Abel Posse Para LA NACION

Sentimos que la Argentina ingresó en un clima negativo, de tensiones que no propician la buena convivencia ni aseguran la paz social. Hay un aire de violencia difuminada por las calles, desde la vergüenza de los domingos de fútbol y garrotazos hasta las bandas de matones y drogados adueñados de los barrios marginales ante la indiferencia gubernamental. La Argentina tiene ya entre 800.000 y un millón de jóvenes calificados de “marginales estructurales”. Son carne para todo delito o vandalismo. Están al margen de la educación, de toda autoridad familiar, carecen de trabajo y de otra perspectiva existencial que no sea el nihilismo y la anarquía. Con planes anémicos, se elude en realidad enfrentar este enemigo colosal del futuro argentino y de la paz social.

Ante esta evidente violencia difusa, todavía sin conducción, el Gobierno y todos los sectores políticos deberían estar alertas y actuantes. Esta crispación evidente, este vandalismo descontrolado y no debidamente reprimido puede desbordarse y sorprender a las autoridades. Algunos nostálgicos, revolucionarios con esquemas del siglo pasado, podrían ver en esos marginales masa de maniobra para acciones violentas. Alguien puede estar soñando con alguna convulsión nostálgico-revolucionaria que dejaría a nuestro gobierno ante los mismos dilemas y ambigüedades que vivió el famoso Kerenski, en 1917, apretado entre sus flojeras revolucionarias y su realidad de dirigente burgués.

Si hablamos sin hipocresía, debemos observar que contra los militares se hizo más justicia de la debida –y esto es injusticia –. Se los discriminó judicial y jurídicamente, alterando uno de los fundamentos básicos del derecho (argentino y mundial): la no retroactividad de la ley, especialmente la penal. Se anularon indultos con irritante parcialidad, al punto que asesinatos y estragos masivos causados por los insurrectos aparecen como actos no condenables, aunque hayan dejado un tendal de víctimas inocentes: empresarios, policías, militares y conscriptos. También se fabricó una visión casera de los delitos de lesa humanidad (¡excluyendo al terrorismo!). Ametrallar a conscriptos indefensos bañándose, como pasó en el ataque terrorista al regimiento de Formosa, es monstruoso y de lesa humanidad, sea que los asesinos hayan vestido uniforme o lo hayan hecho con boinas guevaristas como las que usaba Gorriarán Merlo. Se negó a los oficiales toda exculpación por el juramento de obediencia y verticalidad ante sus mandos, principio básico de todas las fuerzas armadas del mundo, sin el cual sería imposible actuar y comandar en guerra. (¡Ojalá no le toque al Presidente una policía o un ejército que algún día le diga: “Voy a ver si tiro, déjemelo pensar!).

De modo que después de los juicios a las juntas militares y de tantas condenas los que ejercieron la violencia por orden del Estado carecen de toda esperanza legal. Los violentos del otro sector, con sus miles de atentados, reciben un trato inaceptable en sociedades civilizadas. El Gobierno fabrica una ilegalidad prêt-à-porter para condenar lo que considera la ilegalidad militar, que le parece insuficientemente castigada (y este matiz no viene del Derecho, sino de la ideología.)

Esto hace que se desmorone el edificio legal desde sus bases romanas y germánicas e instaura un inédito caos, al afectar el rigor de la razón jurídica. Desde ahora, la ley a medida de la voluntad política dominante será una anomalía que podría extenderse más allá del tema de los años 70.

Esta es la base de una ilegalidad que pagaremos muy caro. Afectará a nuestra economía, a las inversiones, a las libertades productivas y creativas. Y será un grave ataque a la Constitución: se abriría la puerta a un autocratismo seudodemocrático.

Vivimos en un país desopilante, pese a las enfáticas declaraciones del Presidente de que volvemos a ser un país serio. El gobierno constitucional, en 1975, ordenó a las FF.AA. aniquilar (sic) a la guerrilla, con la aprobación y la firma de sus máximos dirigentes, que pertenecían al mismo partido que hoy, treinta años después, apaña al residuo de subversivos, los destaca casi como personalidades morales, los acoge en el Gobierno y hasta les paga una abundante indemnización por las molestias causadas... A la vez, se busca mantener ilegítimamente encarcelados a los militares que cumplieron el mandato del gobierno peronista, logrando el cometido de desarticular –aniquilar (sic)– la guerrilla en apenas diez meses, cuando a comienzos de 1977 la dirigencia subversiva se estableció en el exterior, con admirable prudencia estratégica.

Nadie se volvió contra los que ordenaron esa aniquilación de la impopular guerrilla cumpliendo con la defensa del Estado agredido y adecuándose a lo escrito por Perón en ocasión del ataque al regimiento de Azul en 1974: a los terroristas hay que eliminarlos uno a uno, por el bien de la República.

Los oficiales y hasta los soldados son procesados y reprocesados en un ejercicio de venganza disfrazada de justicia. Pero los comandantes políticos que dieron al Ejército la orden de aniquilar ni siquiera son contemplados. O todos o ninguno. ¿Cuántas renuncias de afiliación se produjeron en el peronismo de 1975 por ese decreto de aniquilación?

¿Cómo puede hablarse de justicia sin la mínima coherencia? Nada indigna más que las asimetrías. Sin coherencia ni rigurosa igualdad no hay ley, pero tampoco hay paz. El Gobierno se pone en una situación ilegítima. Se ubica fuera del orden jurídico constitucional, por más que reciba dóciles apoyos parlamentarios.

A la violencia e inseguridad cotidiana se suma la división que nos causa el viaje de justicia-venganza hacia el pasado. La violencia de los muertos acecha la paz de los vivos. Una generación desgraciada y sepultada invade nuestro hoy y aquí. Empezamos a sentir el peligro de trasvasar el resentimiento de la generación pasada a la actual.

En la Argentina no se entiende la discreción ante el juicio del pasado que tuvieron países que sufrieron grandes hecatombes, con millones de víctimas. Son los casos de Rusia, Francia, Alemania, España, China, Italia, Japón. Se actuó con una justicia simbólica. En esos pueblos con experiencia de desdichas ancestrales saben que es necesario impedir que las generaciones nuevas se infecten con los odios de un pasado inexorable. Permitirlo –o provocarlo, como en nuestro caso– equivale a fabricar y establecer un odio virtual, abstracto. Que en el plano histórico-político los vivos quieran vengar a sus muertos por medio de la justicia sería perverso e inútil. Equivaldría a agregar odio al odio y dolor al dolor. En Nuremberg fueron condenadas 38 personas. Por lo de Hiroshima, ninguno…

Así se explican la conducta de los españoles después de la muerte de Franco y la de Adenauer en 1947 para superar el peso atroz del nazismo con una convocatoria para la reconstrucción de la demolida nación de todos. De Gaulle suspendió venganzas contra los colaboracionistas y condonó la sentencia a muerte de Pétain, el aliado del nazismo ocupante. Deng Xiaoping, aunque víctima él mismo y su familia de las atrocidades de la Revolución Cultural de Mao, evitó toda venganza, y hoy el retrato colosal de Mao preside la plaza de Tiananmen. Los dirigentes de la Rusia postsoviética, pese a 70 años de dictadura y al horror del Gulag, supieron respetar al glorioso ejército desde la interpretación nacional, no partidaria. Era el ejército de Stalin y Trotsky, pero era el heredero de Kutuzov, del triunfo sobre Napoleón, en Borodino, de la gloriosa defensa de Moscú y Leningrado.

Ningún país repudió a su ejército por lo que le exigieron sus gobiernos. Ni Francia por lo de Argelia ni Alemania por las matanzas de Rusia ni Rusia por las masacres de Polonia y Berlín ni Estados Unidos por Hiroshima. Para bien o para mal, los ejércitos somos todos, los gobiernos somos todos. Como afirmó Sartre, todos somos responsables de nuestra historia. “Soy tan responsable de la guerra como si yo mismo la hubiese declarado”. Por el bando subversivo debe decirse que transformar a los guerreros que jugaron con coraje su apuesta marxista-revolucionaria en inocentes y víctimas neutras es la mayor deslealtad para con su memoria (el jefe de ese bando expresó esto con indignación).

Todos los ejércitos del mundo están empeñados en su mayor eficacia, más allá de las coyunturas que hayan vivido.

Estamos en un momento peligroso, casi sin otro derecho internacional que el de la fuerza. Hay proyectos para declarar patrimonio de la humanidad las reservas de agua dulce, las pesquerías, reservas energéticas y espacios vacíos. Debemos tener fuerzas disuasivas. El mundo está más cerca de la política decimonónica de puro poder que de los sueños de las Naciones Unidas en el siglo XX.

Nuestro camino es optimizar la defensa nacional y regional. Brasil, Chile, Venezuela y Colombia incrementan su poder militar, mientras que la Argentina se aproxima a la indefensión y a la continua descalificación de sus Fuerzas Armadas. Con Brasil, con el Mercosur, tenemos que asegurar un gran espacio de paz y de estrategia defensiva.

Perdemos energía en la banalidad de las venganzas y en la ilusión de algunos derrotados persistentes que quisieran transformar nuestras FF.AA. en milicias ideologizadas con ideas muertas y enterradas.

Está en el Gobierno evitar que se ahonde la división de los argentinos. Debe promover la reconciliación y tener la grandeza de fundamentarla en una gran amnistía nacional (que, incluso, beneficiaría a centenares de subversivos). En este momento de democracia y de restablecimiento económico tan exitoso, debemos evitar el retorno eterno de las venganzas y aunarnos programáticamente en la conquista del futuro inmediato, como hicieron esos grandes países que se han mencionado.

No se puede engañar a todos todo el tiempo. Y agregaría a esta máxima famosa: “No se puede humillar a nadie tanto tiempo.”

El autor es diplomático y escritor. Este fragmento pertenece a su libro en preparación Noche de lobos.

 

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